Me cuesta entender el debate sobre las penalizaciones que deben imponerse a los cargos públicos que nos lleven a la bancarrota. Dicho así la respuesta es obvia pero no creo que sea otra cosa superar constantemente el déficit previsto hasta cifras asfixiantes para varias generaciones.
Supongo que es difícil asumirlo porque estamos asistiendo al parto de una nueva era y, por tanto, nos enfrentamos a dos fenómenos comprensibles: por un lado, duele y, por otro, seguimos viendo la realidad como si la nueva vida que está naciendo aún no estuviera.
Lo del dolor lo saben quienes han parido. En nuestro caso, además, lo hacemos sin epidural –porque no hay para pagarla- y de gemelos que vienen de nalgas. O sea, el peor escenario posible.
El nuevo tiempo que está surgiendo es el estado del malestar. Es la oposición a lo que hemos tenido hasta ahora y eso nos produce una incomodidad mayor. No solo es inaguantable sino que además la memoria nos recuerda lo que en otro tiempo fuimos. Quizás las nuevas generaciones lo lleven mejor porque no habrán vivido en la abundancia pero para eso deben pasar unos 15 o 20 años todavía.
El otro efecto del parto del estado del malestar es que aún no hemos cambiado de hábitos. El bebé aún no ha marcado su propio ritmo e intentamos hacer la misma vida de siempre. Pero ya no será así. No es el pasado pero tampoco el presente que hemos tenido hasta hace media hora.
En ese contexto, los líderes políticos pelean por decidir si habrá que penalizar a quienes nos llevan al límite y posiblemente los ciudadanos lo tenemos más claro que ellos: sí. Sin duda, sin anestesia y sin excepciones. ¿Acaso no despedirían a un directivo que lleve a la ruina a una empresa privada? Pues ¿por qué no actuar igual en la pública?
Es lógico, por tanto, que se plantee la inhabilitación como decía ayer la vicepresidenta. Pero no por unos años, sino vitalicia. Y sin pensión. Faltaría más.