Me alegra mucho saber que el gobierno prepara una ley de transparencia y que, como dijo ayer Soraya Sáenz de Santamaría, sus responsables se han reunido con entidades sociales que abordan el tema y van a hacerlo ahora con los distintos grupos políticos para consensuarla y llevarla adelante.
Sin embargo no dejo de sorprenderme. ¿Por qué no se preocuparon antes de ser transparentes si en realidad son los mismos que estaban antes, escaño arriba, escaño abajo?
Me sucede lo mismo cuando les oigo clamar contra el despilfarro, después de lo que estamos viendo. Dicen que a partir de ahora se perseguirá y penalizará y me pregunto por qué no se hizo tiempo atrás.
Si es una cuestión moral, la inmoralidad golpea la conciencia antes y después. No depende de influencias externas sino, como diría Kant, del imperativo categórico. Así, pues, el resorte contra la falta ética salta sin ayuda, de forma autónoma. No ha sido el caso.
Si no es por razones éticas, por tanto, ¿cuál es el motivo de tanta algarabía ahora y de tanta persecución prevista para el futuro?
A la vista de lo que sucede, solo puedo llegar a una conclusión: no es su conciencia la que les impele a actuar así ni la que les hace sentirse obligados a vigilar, controlar y penalizar. Se trata del escándalo social creado a partir de los casos conocidos y, por ende, del peligro de sufrir consecuencias irreparables en próximas convocatorias electorales.
También Europa está empujando en la misma dirección pero no tiene más credibilidad que los dirigentes locales habida cuenta de que la situación se ha estado deteriorando durante años y nadie la ha frenado, pocos han alertado del derroche innecesario y muchos menos han exigido medidas legales contra prácticas hoy denostadas.
Dudo, pues, de que vaya a ser, como prometió la vicepresidenta, una ley histórica. En cualquier caso, yo me conformaría con que fuera eficaz y, sobre todo, disuasoria.