Esta legislatura ya empezó con polémica entre informadores gráficos y políticos con el famoso mensaje en el móvil de Rubalcaba. En aquel SMS alguien anunciaba al líder socialista la designación de Gallardón como ministro de Defensa, cuando aún no se había hecho público y mientras Rajoy mantenía el secreto hasta con su almohada.
Tanta polvareda levantó el mensaje que la Mesa del Congreso decidió, a partir de ese momento, expulsar a los fotógrafos que vulneraran los derechos de los diputados. Es verdad que el secreto de las comunicaciones es sagrado pero no es tan extraño que quien paga esa línea telefónica –los ciudadanos- queramos saber si se emplea para su actividad pública o para fines particulares. Si es así, bien podría pagárselo el diputado.
Lo interesante, de cualquier forma, era que hablaba de “nuestra informadora en el Ayuntamiento de Madrid”, sin embargo, la polémica se centró en la foto y pasamos por alto el dato más relevante. Tal vez, todo fuera una cortina de humo del Copperfield del PSOE.
La cuestión es que ha vuelto a repetirse. Ayer, una cámara de televisión captó un diálogo entre Rajoy y el primer ministro finlandés en el que el presidente español decía que lo más duro estaba por llegar y que la reforma laboral le iba a costar una huelga general. Y volvemos al debate sobre la intromisión de los periodistas en conversaciones ajenas. Sin embargo, no veo dónde está la vulneración.
Los políticos están en la sala a la que permiten la entrada de los informadores, de las cámaras y de sus móviles con grabación de imagen y sonido. No es, pues, extraño que graben y, puesto que son periodistas, no es tampoco una excentricidad que lo difundan. Si saben, pues, que están las cámaras, es tan fácil como no decir lo que no quieren que se sepa. Incluso diría más: el listo podría aprovechar para decir sibilinamente lo que quiere que se sepa. Globo-sonda, dirían los clásicos.