El poder es una experiencia curiosa. Para quienes ni lo apreciamos ni nos interesa, no deja de ser una forma de conocerse y conocer a los demás. Verse en el papel o ver actuar a amigos y enemigos en un puesto de mando es una manera de descubrir facetas desconocidas o de desvelar aquellas que estaban ocultas.
De repente, quien ha llegado a un puesto de responsabilidad apelando al “buenrrollismo”, al “flower power” y a qué bello es vivir cuando todos somos buenos y considerados con los demás, se descubre pasando a cuchillo a todos los que parecían aliados. Cualquier cosa antes que poner en peligro su poder.
Hay que admitir que o sirven para eso, es decir, para pegar navajazos hasta cansarse, o mejor que se dediquen a jugar a la petanca los domingos en el parque. Es mi caso. El de la petanca, quiero decir.
Por eso no me extrañó el ascenso de Rubalcaba hasta conseguir no solo ser candidato frenando todo proceso de primarias con el que se les había llenado la boca hasta media hora antes en el partido, sino también conseguir dominarlo aunque fuera fraccionándolo. La verdad es que tampoco me hubiera extrañado una Chacón a cara de perro contra todo y contra todos. Entra dentro de lo razonable y más en ese contexto, pero es que de Rubalcaba me lo espero todo. Incluso buenas artes, alguna vez.
Solo lo siento por Leire Pajín a quien ubico más en los modos de Rbcb que en los de la sonrisa inocente. Lo imagino sobre todo porque desde hace mucho ya no creo en el ascenso al poder por meritocracia. En ningún ámbito, no solo en la política. Desconfío de quien es elegido para un cargo, aunque sea presidente de la comunidad de vecinos. La experiencia me demuestra que de tres casos, mi sospecha perenne me hará equivocarme en medio, ni siquiera en uno.
Por eso la caída de Pajín no me extraña aunque lo siento por el clan. De ser los Corleone dominando el mundo han pasado a los Alcántara en retirada.