Ayer daba gusto asomarse al quiosco y ver a Tàpies en las portadas de los periódicos. Era uno de esos días en los que diría que me reconcilié con la prensa escrita. Escribo “diría” porque nunca he estado enemistada con ella (¡cómo estarlo si estoy a su entera disposición!) pero a veces me enfurruña.
Ayer me alegré de que aún existiera, de formar parte de ella y de poder encontrar en sus páginas el valor de lo eterno. El arte lo es. Al fin y al cabo esa vocación por lo profundo es una función que difícilmente le arrebatarán los medios veloces y las redes interconectadas.
Era algo que contrastaba a primera hora del día con los informativos en radio y televisión. Éstos daban por conocida la noticia de la muerte del artista puesto que las cadenas se habían hecho eco de ella nada más producirse, es decir, a última hora del día anterior. Quizás por eso la dejaban en un puesto más avanzado que los enfrentamientos en Siria o la resistencia de Grecia a aceptar recortes por ayudas.
No digo que no sean noticias de calado pero es una demostración de que el periodismo sometido a las exigencias de la estricta actualidad es capaz de fijar más su atención en lo urgente que en lo importante.
Tàpies, de haber sido francés, hubiera tenido ediciones especiales y programas de televisión que analizaran su obra. Aquí, con suerte, fue trending topic en Twitter por unas horas.
Se nos ha muerto un grande de la cultura y su partida, en segundo plano, evidencia las carencias culturales de este país. Lo digo con pena. Entiendo la conmoción con la muerte de Seve Ballesteros o de Steve Jobs pero me duelen los olvidos o las escasas huellas que dejan quienes no llenan estadios ni se convierten en iconos mediáticos.
Todos son dignos de respeto y de duelo pero los exponentes de la creación y la cultura son los que hacen crecer el alma, individual y colectiva. Tal vez por eso el llanto es más oculto y más hondo.