Todo mi respeto y gratitud a Garzón por su lucha contra el narcotráfico o contra ETA. Justo es reconocer su esfuerzo y su contribución a la convivencia.
Lo malo es que su entorno lo ha santificado –el martirio lleva a los altares sin dilación- y le ha hecho creerse realmente un “juez ninja”, investido de un poder extraordinario que no comparten ni siquiera sus compañeros de profesión. Y ahí reside el error de Garzón. En creerse capaz de enmendar la ley por su autoridad moral de Robin Hood de la Audiencia.
Eso ha hecho que el corifeo político y mediático que lo beatifica llegue a defender que la legalidad solo es una propuesta, no un mandato; que el marco legal es una referencia sugerente pero que, si la conciencia de uno no lo acepta, está autorizado a saltárselo. Solo si es Garzón -que es bueno- porque esos mismos rechazan que un juez apele a su conciencia para rechazar la adopción por parte de una pareja homosexual.
Pues ni uno ni otro. El juez debe cumplir la legislación y si ésta permite que existan familias a partir de una unión homosexual o impide grabar las conversaciones de un abogado y su cliente, está obligado a ello y a buscar otras vías para defender su posición al respecto.
Junto a la autoridad moral superior al resto, hay en la “laudatio” a Garzón un mantra falaz: “es el primero en ser condenado por el Gürtel”. Es falaz porque, aún admitiendo que haya sido denunciado por meter las narices en una trama corrupta, es su actuación la que se pone en entredicho y, a tenor de la unanimidad de los jueces, hay razones para ello.
Sin embargo, quien hace unos días cuestionaba el 5 a 4 del ajustado veredicto de Camps, hoy ni menciona la rotunda unanimidad de los 7 magistrados del Supremo.
En cualquier caso, es triste ver a un juez acabar así su carrera. Confundiendo su papel con el del Juez Supremo que marca sus propias normas. 11 años son muchos. Dura lex sed lex.