Primero fue el “aeropuerto peatonal”, como algunos llaman al de Castellón porque no tiene aviones pero sí vecinos que quieren amortizarlo. Ahora, la “Ciudad de las protestas”, esto es, la Ciudad de las Ciencias convertida en espacio de reivindicación ciudadana, especialmente un Ágora que ha resultado demasiado gravosa para ver jugar al tenis o saltar a los caballos. Ambos fueron, ayer, espacios de concentración para cientos de castellonenses y valencianos indignados con la situación.
Es razonable. Yo misma, poco aficionada a las manifestaciones y pancartas, me enervo cuando veo a mis sobrinas llevándose el papel higiénico al colegio como si de la escuadra y el cartabón se tratara. Frente a eso tengo que clamar que era innecesario un Palau de les Arts existiendo uno de la Música o un circuito urbano, habiendo uno en Cheste.
No hablo ya del dinero que algunos presuntamente se han embolsado porque creo que esa malversación no puede minar los recursos de una Comunidad hasta dejar sus ubres secas. Contribuye al agujero pero el queso gruyer en que se ha convertido esta tierra es fruto de la mala gestión, no solo de las tramas corruptas.
Sin embargo, me pregunto si las protestas sirven para algo. Sé que son necesarias y comprensibles pero ¿tienen utilidad? A estas alturas no sé si los políticos reaccionan viendo a los ciudadanos enfadados o dispuestos a tirarles huevos en cualquier esquina. Yo creo que tiene un efecto distorsionador, es decir, les reafirma en que lo mejor que pueden hacer es seguir en política donde, al parecer, están a salvo de las penurias que vivimos los demás ingenuos sobreviviendo con un sueldo con fecha de caducidad, precario o inexistente.
He de reconocer, sin duda, que la elección de lugares simbólicos es muy acertada para evidenciar lo que no queremos que vuelva a pasar pero no dejo de preguntarme qué deberíamos hacer para mejorar hoy, no solo mañana.