La vida no tiene guardaespaldas que nos proteja de los propios errores. Por eso resulta tan inconveniente que hablemos con tono épico de la vida y la muerte de Whitney Houston.
La estupefacción y la tristeza por la pérdida, a menudo, nos llevan a hablar de ello en términos no elogiosos pero sí comprensivos: el buen chico o la buena chica que no supo digerir el éxito. Y no sé si debiéramos hacerlo. Sobre todo por los más jóvenes.
En los últimos años hemos visto morir a Michael Jackson, Amy Winehouse y ahora Whitney Houston. Todos ellos a edad temprana y a manos de consumos prescindibles y dañinos ya fueran de alcohol, de drogas convencionales o de fármacos para lograr una estabilidad mental y personal que solo la sensatez y un entorno estructurado nos aseguran.
Ahí es donde han fracasado las tres vidas, no en el encuentro con la muerte ni en el final precipitado de una carrera magnífica.
Los tres vivieron el infierno de no tener, quizás, referencias, puntos de apoyo o anclajes vitales que les mantuvieran a flote en tiempos de zozobra y les guiaran en la travesía y ése es el mayor fracaso que puede hallarse en la vida.
Por eso me parece tan importante hacérselo ver a unas generaciones crecidas al calor del éxito mediático de rápido consumo o el show televisivo que promete la felicidad y que solo conduce al desaliento, cuanto menos, o directamente al hundimiento de la persona que nunca llegó a ser en plenitud.
Lo más duro en los tres casos, como en tantos otros anteriores, es que estos personajes conocieron el éxito en una profesión elegida y en la que eran reconocidos, el bienestar económico derivado de todo ello y la proximidad de una familia, motivos más que suficientes para sentirse feliz y no precisar de paraísos artificiales.
El problema, seguramente, es no apreciar el paraíso cuando se tiene. No hay palmeras ni un séquito innumerable. Simplemente hay paz de espíritu.