Admito que mi escaso sentimiento patriótico ante el deporte, la literatura o el cine, se exalta como nunca con el carro de la compra. Cuando veo cómo algunos se indignan con el caso Contador como si fueran las acusaciones americanas a cuenta de la explosión del Maine o se derriten por un escritor español traducido a quince lenguas o un director premiado con un Bafta o un Oscar, yo ni me inmuto.
Es cierto que me alegro cada vez que Nadal gana un trofeo, pero admiro a Djokovic; me gusta el cine español, pero adoro el argentino o el de Zhang Yimou, en cambio con la fruta y la verdura tengo serias dificultades para ver el valor de lo foráneo.
La “culpa” la tiene un campo valenciano con tan buenos productos. Lo decía mi madre de pequeños: “es que os he enseñado a tener muy buen paladar”. Y la virtud termina siendo un engorro.
En lugar de conformarse con cualquier naranja pocha de dudosa procedencia en sótano mal iluminado, la nena ha de ir al Mercat de Russafa y ver que pone “naranjas de Valencia” o “clementinas de Nules”.
Por eso en mi carro de la compra suelen entrar pocas cosas de fuera. A veces incluso me dan ganas de ponerle dos senyeras como si en ellos viajara la Corte de Honor. Y ya digo que yo misma no me reconozco con ese discurso tan mío de la globalización, ciudadanos del mundo, vivamos sin fronteras, y bla, bla, bla, pero es ponerme delante una mandarina marroquí y ¡juro bandera, canto “banderita tú eres gualda” y hasta desfilo con la cabra de la Legión!
Conociéndome, no me lo explico, salvo que la supervivencia y el placer sean experiencias tan primarias que activen mi relación telúrica con la realidad.
En ese contexto, cualquiera puede imaginar cómo me ha sentado el acuerdo que ha firmado la UE con Marruecos. Que me esperen los agricultores para manifestarse donde sea, que si la Selección tiene a Manolo y su bombo, el campo valenciano tiene la Pou y su carro.