Hace unos días, murió Serguéi Nazárov, ciudadano ruso a quien la policía había detenido por robo y a quien sodomizaron hasta la muerte en la comisaría.
No es el primer caso de comportamiento violento en una comisaría rusa pues las fuerzas de seguridad, según los activistas pro derechos humanos, están llenas de sádicos como los que destrozaron a Nazárov. Sin embargo, lo que ha indignado a los movimientos humanitarios en este caso es la explicación del ministro de Interior.
El máximo responsable de la policía se acogió a la propia descomposición interna de la sociedad rusa en la que, según sus palabras, “faltan moralidad, formación y educación”, para justificar que ese es el caldo de cultivo del que salen sus agentes.
Lo llamativo, para mí, es la tendencia a rebajar los estándares de calidad por una realidad inconveniente. Que la sociedad rusa sea así ya es grave pero que ese déficit haga aceptable una policía corrupta es peor aún.
Es lo mismo, aunque en otro plano, que la propuesta de las asociaciones de padres franceses que piden suprimir los deberes. Lo hacen –dicen- porque crean desigualdades, aquellas que diferencian al niño que tiene ayuda en casa del que no la tiene.
Entiendo la desazón de quien quiere salir del trabajo a las cinco de la tarde para hacer los deberes y su empresa no entiende de conciliación laboral. Sin embargo, el problema no son los deberes sino las jornadas de trabajo, las familias que se desentienden o la falta de apoyo y orientación. Que la realidad laboral y familiar sea indecente no justifica la supresión de los deberes sino el cambio de sociedad.
En la Federación Rusa sucede lo mismo. Que la sociedad haya perdido valores morales no da carta blanca para que la policía los ignore, antes bien, debería ser la primera que diera ejemplo de ellos.
Bajar el listón porque el atleta está fofo no le hace mejor. Obligarle a entrenarse y superarlo, sí.