Hay tragedias que recordamos con dolor y otras, con cierto folklore. Una de esas es la del Titanic. Será el cine, el relato mítico de un siglo o el misterio en torno a una historia antigua, no lo sé, pero no me imagino a Japón reproduciendo las olas del tsunami en una exposición o a Giglio rememorando el hundimiento del Costa Concordia vestidos como Schettino y su presunta novia de abordo.
Por eso me resulta obsceno que se recuerde lo sucedido en los hielos atlánticos hace un siglo comiendo el mismo menú de la noche del desastre. Es cierto que el del Titanic tiene un elemento que lo hace diferente a otros desastres: el lujo, la ostentación y, como la torre de Babel, el intento por superar a la divinidad creyéndonos dioses e imponiéndole nuestra voluntad.
Eso es, quizás, lo que hace tan atractivo al barco y todo lo que lo rodea a su final. Solo así se explica el interés morboso por conocer detalles de lo que no es más que un 11-S de hace un siglo y sin componente terrorista. De haber llegado a puerto, posiblemente hoy ni lo recordaríamos, como tantas hazañas técnicas que componen la historia de la evolución humana.
El problema, además, es que resulta difícil producir nuestra propia imagen de la catástrofe porque la tenemos viciada por las escenas vistas en el cine. Y no me refiero solo al film de James Cameron. Yo misma, cuando pienso en el Titanic, no lo hago con las imágenes de su película sino de otra que vi siendo niña, creo que en blanco y negro, y que me impactó mucho más, tal vez porque los efectos especiales eran más torpes y por ello más duros.
La escena que más horror me produjo no era la gente cayendo desde lo alto sino saber que cuando el casco se hunde arrastra todo en el torbellino. Fue una pesadilla recurrente pensar cómo evitar ese peligro si me sucediera.
En realidad, lo del Titanic no es un show, sino una desgracia que lamentar y con muchas lecciones que aprender.