Es difícil imaginar lo que significa cumplir 500 años. No solo porque esa medida de tiempo excede con mucho nuestras posibilidades sino porque hoy en día la permanencia es una cualidad ausente en compromisos o proyectos.
Lo más parecido es la atadura de un tatuaje o la obligatoriedad de no cambiar de compañía de móvil con el acicate de descuentos o regalos. Y aún así podemos borrar el tatuaje con dolor y cambiar de móvil previo pago. El resto continúa en función de los mecenas o las audiencias, que es como un mecenazgo involuntario.
Con la crisis vemos cómo cierran tiendas históricas, museos no rentables y hasta series de televisión de máxima audiencia y máximo coste. Esa fragilidad contrasta, pues, con obras que celebran centenarios como el Hospital General que hoy cumple cinco siglos con la presencia de los príncipes de Asturias.
Quizás su supervivencia se deba, precisamente, a lo contrario de lo mencionado, esto es, a su finalidad asistencial y no comercial. No pensaba el Padre Jofré cuando arengó a los notables de la ciudad con su sermón que esa obra pudiera ofrecerles pingües beneficios a cambio de su contribución. No se lo prometió. No era lo que movía su ánimo ni lo que decidió al Consejo de la ciudad.
Fue más bien un sentido de la responsabilidad social corporativa adelantado a su tiempo e impulsado por un componente caritativo. En cualquier caso, contra todo pronóstico, el interés desinteresado es lo que ha hecho que perdure en el tiempo y en las zozobras de las crisis sucesivas.
Y esa, probablemente, es la lección más interesante que podemos extraer de los centenarios. ¿Cuántas obras cumplen cinco o seis siglos? Aquellas que se mueven por razones no crematísticas. Esas, antes o después, pasan por penurias que les hacen perder su atractivo. En cambio las que procuran fines más altos, sean humanitarios o espirituales, se mantienen porque implican a varias generaciones.