A menudo hablamos de “fuga de cerebros” para referirnos a la huida de jóvenes preparados, licenciados sin perspectivas laborales o profesionales que no encuentran un sitio en su país. Sin embargo, las nuevas medidas del gobierno en materia sanitaria, obligando a pagar por receta y quién sabe si, en el futuro, por tratamiento o visita, puede impulsar a pensionistas, mayores o enfermos crónicos a buscar otros lares, si es que pueden. Quizás nos encontremos en algunos casos con una fuga de sabios, es decir, de generaciones experimentadas que se ahogan con pensiones irrisorias y no pueden dedicar sus escasos recursos a pagarse una vejez digna.
Lo peor, no obstante, del copago farmacéutico es para los enfermos que resultan doblemente perjudicados: por la enfermedad y por el coste de ésta. Pagar las medicinas es penalizar la enfermedad pues se traslada el coste sanitario que se quiere recortar al propio enfermo, con lo que aumenta su dolor. Se siente mal y además se siente culpable por ocasionar gastos.
Pienso, sobre todo, en los ancianos, que suelen ser enfermos inevitables.
En especial, en esos que no quieren molestar, que no quieren ser un problema, que no quieren perturbar la vida de sus hijos… que son capaces de comerse unas rosquilletas por no decirle al hijo que no tienen nada en la nevera.
Si ya son rechazados muchas veces por sus familias por la molestia de cuidarlos y atenderlos, ¿qué ocurrirá cuando se conviertan en un coste más? ¿Lo ha pensado eso el gobierno? ¿ha calculado el daño en la autoestima de un anciano, que ya se siente un estorbo, cuando además se sienta una factura por pagar en una casa de economía endeble?
Ese efecto debería medirse al máximo pues es uno de los motivos de infelicidad más acentuados en la vejez. Algunos son ahora, con su pensión, mejor “aceptados” en la familia porque ayudan a sostenerla pero habrá que estar alerta si es lo contrario.