Hay muchas formas de luchar contra la intolerancia y el terrorismo pero nunca había visto a un pueblo rebelarse cantando una canción. La imagen tenía la fuerza de aquella foto de la agencia Magnum en la que una joven intenta poner una flor en un fusil de la Guardia Nacional durante una protesta por la guerra de Vietnam.
Esta vez era la fuerza de la música, el lenguaje más universal, poniendo banda sonora a la reivindicación de todo un pueblo contra el odio.
Era el pueblo noruego que se reunió ayer en Oslo para cantar “Niños del Arcoíris”, una canción que es calificada por el autor de la matanza de Utoya como “marxista” por defender la multiculturalidad.
Su letra habla de la convivencia enriquecedora y del error del terrorismo. No lo dice así exactamente sino que se refiere a las bombas como “el camino más fácil” y a “la oportunidad de aprender a compartir lo que nos ha sido dado a ti y a mí”, es decir, a la esperanza de una generación mejor, capaz de ver al ser humano y no a miembros de un grupo o de otro.
Breivik había dicho que odiaba esa canción pero no hago más que escucharla y leer la letra y no encuentro nada que pueda resultar despreciable, ni siquiera dudosamente inaceptable. Además, viendo ayer a padres y madres con sus niños cantando con rosas en la mano, a ancianos, a ejecutivos y a jóvenes bajo sus paraguas para protegerse de la lluvia pensé que era una buena metáfora: la educación por el respeto a la diferencia es ese paraguas que nos protege de lo peor de nosotros mismos.
Posiblemente algunos niños faltaron a sus clases por estar allí pero estaban aprendiendo una lección más necesaria que la raíz cuadrada o los sintagmas verbales. Estaban, junto a 40.000 más, como dice la canción, “aprendiendo a compartir lo que cada uno ha recibido”.
Y qué mejor para que los niños aprendan que cantar una canción que les recuerde siempre los valores importantes de la vida.