Siempre me hacen gracia las dimisiones por imperativo policial. O sea, aquellas que se producen cuando el hecho es perseguido públicamente por las fuerzas del orden o por la Justicia.
Son esos que dejan el cargo tras su detención, imputación o multa y aún tienen el valor de presentar su decisión como un acto de responsabilidad.
El del presidente del Barclays no es el primer caso pero sí el último que hemos conocido. En esta ocasión ha sido por manipular los tipos de interés interbancario, razón por la que fue multado el Barclays la semana pasada.
Lo que me llama la atención no es que dimita sino que pida disculpas por lo que hizo su banco entre 2005 y 2009. Las disculpas son necesarias, sin duda, pero me pregunto si hubiera dimitido en el caso de que no se hubiera hecho público lo sucedido ni las autoridades británicas hubieran multado a la entidad.
Si todo hubiera quedado en la oscuridad de la ignorancia y en la impunidad del silencio, ¿hubiera actuado de la misma forma?
Quienes esperan a que se haga pública la acción ilegal o deshonrosa, no responden a su conciencia sino a la efectividad de los investigadores policiales, por tanto, su renuncia y perdón tienen poco valor como ejercicio de responsabilidad.
Si el Barclays hizo mal, lo grave no es que se sepa sino que lo hiciera.
Aparte de eso, la noticia es inquietante y apunta a la cumbre de un iceberg que aún no ha aflorado: las prácticas inmorales de algunas entidades bancarias. Aquí lo hemos visto. Y evidenciado en la última Junta de accionistas de Bankia.
También su presidente hablaba de “reconciliarse” con los clientes pero para ser perdonado hay que confesar los pecados y eso es lo que está faltando en los bancos. No solo transparencia sino lamento por haber abusado de la confianza y confesión de prácticas inapropiadas. Del Barclays sabemos algo; de las preferentes, también, pero el iceberg es mayor que lo que asoma.