A menudo utilizamos el tópico de que la realidad supera a la ficción cuando nos encontramos con hechos totalmente insólitos. Sin embargo, en la mayoría de ocasiones -seamos sinceros- la realidad es mucho más gris, insulsa y falta de interés que los folletines que venden en los aeropuertos. Por eso es comprensible que intentemos darle color a un panorama tan desolador con chispas de emoción e intriga.
Solo así se explica el abismo que hay entre las tramas novelísticas que nos imaginamos todos con el Códice Calixtino y la burda realidad de un ladrón despechado por un despido poco lucrativo. Otros se llevan la grapadora. Él se llevó el Códice.
Y seguramente no se hizo con el Botafumeiro porque era demasiado grande para meterlo en el garaje. A ver cómo le explica a la parienta que es un regalo de sus compañeros de trabajo que –mira tú qué majos- me han dado esto para que no los olvide.
O cómo decirle a la Guardia Civil, si lo para por la carretera con semejante carga en la furgoneta, que lo lleva a arreglar porque se le ha caído a Sergio Ramos desde lo alto de la catedral compostelana. Esto hubiera “colado” más que lo anterior, sin duda.
La cuestión es que ya parece que sabemos cómo sucedieron los hechos y nada tienen que ver con una historia a lo Dan Brown. Es verdad que se prestaba a un guión de templarios contemporáneos, pero no tanto por la obra en sí como por la imposibilidad de que nadie, salvo tres personas, tuvieran acceso al Códice. Y ninguna confesaba haberlo robado ni la policía sospechaba de ellas.
Al final ha resultado –salvo que la verdad sea otra distinta a la hipótesis de las fuerzas del orden- que un trabajador quiso cobrarse en especie lo que no quisieron pagarle en el finiquito. Tan simple y tan carente de glamour cinematográfico.
Tenía que haber “fabricado” pistas y un guión con gancho. Así, al menos, se hubiera hecho rico con su falsa historia. Como Dan Brown.