Hay pocas cosas que me enciendan más que ver cómo se abusa del indefenso. Creo que por eso no soy capaz de perdonar a un pederasta. No es solo por el abuso sexual sino por el de la inocencia, por acabar con ella y convertir a la víctima en alguien incapaz de volver a creer en la buena fe de las personas.
Por la misma razón me repugnan quienes abusan de la confianza de los mayores: cuidadores que los despluman, familiares que se los camelan hasta sacarles los cuartos o vendedores que, sabiendo de su debilidad, se aprovechan de ellos.
En eso pienso cuando más conozco el asunto de las “preferentes” de los bancos, entre ellos, al parecer, Bankia. Las colocaban –dicen- sobre todo entre personas mayores y de baja cultura. De demostrarse eso exigiría a la Justicia que fuera especialmente dura con sentencias ejemplarizantes en defensa de los débiles, en este caso, las personas mayores.
Hace unos días, me paró al lado de casa una vecina de la calle para darme las gracias por una columna en la que renegaba del comportamiento de los bancos en estos años. Me dijo, para explicar su abordaje, que una amiga suya era víctima de las “preferentes” y, después de toda una vida ahorrando, ahora se veía con el agua al cuello y sin poder tocar ese dinero. Me encendió. Por ella y por miles como ella.
Ocurre lo mismo con los ancianos que han avalado a sus hijos en hipotecas imposibles. Alguien debía haberles dicho a esos jóvenes que con un sueldo de 1000 euros, y no fijo, no podían comprometerse a pagar 600 de hipoteca todos los meses. No lo hicieron y aceptaron el piso de los padres como aval. Esos padres que han ido guardando poquito a poco y ahora no tienen nada.
Me niego, pues, a aceptar que no se les pueda defender de esos carroñeros. Sobre todo porque sentirse timado es malo siempre, pero a esa edad en la que uno cree que ya no controla su vida, es terrible. Y abusar de ellos es inhumano.