Cuando la familia y los amigos se conforman con que uno viva, algo no está funcionando demasiado bien. Es lo que les sucede a los más cercanos a Gabriel García Márquez. El Nobel ya no puede escribir esas grandes novelas que nos deleitan. Su mente no es capaz de hilar una trama, de recordar el perfil de un personaje o de construir una ficción maravillosa a la par que compleja.
Por lo que dice su hermano, bastante hace con mantenerle con vida y con humor.
Ésa siempre será una de las bromas de la vida, que a veces nos quita el resuello y la memoria pero no el humor. Diríase que es como un último regalo para que uno y, sobre todo, los próximos se conformen con la llegada del final.
El humor que no falte nunca. Yo lo pido a diario. Prefiero perder la memoria que el sentido del humor. Si no me acuerdo de quién soy pero puedo reírme de eso, creo que podré sobrellevarlo. Para quienes cuidan de alguien en esa circunstancia también resulta más llevadero. El mejor enfermo es aquel que hace ligero su propio cuidado.
Por eso me alegra saber que García Márquez mantiene el humor, la alegría y el entusiasmo, en palabras de su hermano.
Eso por lo que respecta a la persona que es, al familiar y al hombre, pero cuando se trata de ver al Nobel, la realidad es sombría y triste. Saber que un genio nunca más volverá a actuar como tal es como encontrar a un semidios que ha perdido sus poderes. Se ha convertido en mero mortal.
Es duro para sus seguidores no tanto asimilar que no nacerán más historias de “Gabo” sino que él ni siquiera podrá hablar sobre las construidas hasta ahora. No podrá ya explicar por qué llamó Macondo a Macondo ni por qué Fermina Daza cambia sus sentimientos por Florentino.
Es la tristeza que sentimos al descubrir esas lagunas en la mente de un prohombre. De ahí podría salir toda una novela, pero tendrán que ser otros quienes la escriban. El coronel ha perdido a quien lo hacía.