Soy donante de sangre. Desde pequeña quise serlo. Lo aprendí de mi tío Pepe, el hermano de mi padre, que, como “home bo”, siempre lo fue. Aún guardo un pin que me dio con una cruz azul y una gotita de sangre.
Cuando voy a donar no siento que haga nada especial, aunque la campaña del Centre de Transfusions nos presente como héroes.
Al contrario, devuelvo a la sociedad lo que hizo con amigos y familiares operados o accidentados. Si para ellos hubo sangre, quiero que haya para los demás.
Sin embargo, ayer fue el primer día en el que se me pasó por la cabeza decir que no. Solo duró un segundo, sin duda. Pero existió.
Fue después de leer en estas mismas páginas el llamamiento a reforzar las reservas de sangre ante la celebración de “bous al carrer”.
Digo que fue un segundo porque jamás dejaría de ayudar a quien lo necesita, conscientemente, siendo tan fácil, barata e indolora la forma de hacerlo como es donar un poco de sangre.
En eso tienen suerte quienes se exponen a ser corneados por un toro, una conducta innecesaria, de riesgo voluntario y digna de ser erradicada en una Comunidad que presume de Bioparc pero consiente los “bous al carrer”. Incoherencias valencianas. Otra más.
Afortunadamente los donantes no elegimos a quiénes dar nuestra sangre y eso incluye a quienes se exponen al daño frente a un toro azuzándolo, estresándolo, poniéndole fuego en la cabeza e incluso matándolo lentamente.
Esto sí es de héroes, pues ayudamos a quienes consideramos autores de actos de barbarie. Lo hace la sociedad entera, la misma que ve cómo las autoridades condicionan el acceso a tratamientos médicos en función de la renta pero no de conductas de riesgo evitables.
Quizás es hora de plantearlo: si se cobra el rescate al montañero imprudente y se multa al dueño de un pitbull sin bozal por su peligro potencial ¿por qué no hacer lo mismo con quien no se protege de un toro por pura diversión?