Ha querido la casualidad que coincidiera en el tiempo el aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco y el nacimiento del primer hijo de Irene Villa.
El primer sentimiento es de dolor, como no puede ser de otro modo. Dolor por una vida joven que no pudo ver culminado ese “sueño cumplido” del que hablaba Irene Villa con su hijo en brazos. Miguel Ángel Blanco no ha vivido para formar una familia y dar un nieto a sus padres, los mismos que hace unos días admitían que no iban a perdonar a los terroristas nunca. Los hijos no nacidos de Miguel Ángel tampoco podrían hacerlo.
A Irene estuvo a punto de ocurrirle lo mismo, como a tantos niños, jóvenes y adultos a quienes segaron la vida brutalmente las bombas de ETA. Son cientos de historias truncadas por una razón desproporcionada frente al valor de una sola vida. Ninguna patria vale lo que vale la vida de Carlos, el hijo de Irene.
Ninguna razón justifica que no crezca libre y feliz, tenga hijos y vea nacer a sus nietos.
Porque él pudo no haber existido. Aquella bomba-lapa también le podría haber matado a él.
ETA no solo ha acabado con casi mil vidas sino con todas las siguientes. Su delito se recoge en el Código Penal y se multiplica por cada una de las víctimas pero resulta imposible de cuantificar porque, al daño concreto, se suma el futuro arrancado.
La coincidencia, sin embargo, no produce solo dolor sino también esperanza. La que transmiten las víctimas a quienes ahora ETA acusa de buscar venganza. Venganza es lo que no han hecho ninguna de ellas: arrebatarles el futuro.
Aún recuerdo la polémica por la salida de la cárcel de Elena Beloki para ser sometida a un tratamiento de fertilidad junto a su pareja, el también dirigente etarra Olano. No. El Estado no les negó la posibilidad de ser padres. Ellos sí lo hicieron con Miguel Ángel.
Por eso Carlos es la vida que se abre paso a pesar de los pistoleros. ¡Larga vida a Carlos!