Bob Dylan triunfa en el FIB y los Rolling Stones preparan una nueva gira. Eso es ser artistas con mayúsculas. No lo digo por los años que llevan sino por incorporar a un nuevo público, el gran reto del presente.
En un tiempo de cambio continuo y de fidelidades sustituidas por compromisos de permanencia impuestos a cambio de regalos, no es fácil ganar adeptos.
Springsteen, Dylan o los Stones llevan décadas en los escenarios pero sobre todo reúnen en sus conciertos a varias generaciones: a padres con hijos y algunos, casi con nietos.
Junto a ellos vemos cómo aparecen personajes que no aguantan ni dos programas de televisión.
¿Cómo consiguen los grandes arrastrar a jóvenes que han oído hablar de ellos a sus padres?
En principio, deberían tener una actitud contraria. Es lo propio del joven, que reniega de los gustos de sus mayores. Sin embargo, hay algo poderoso en ellos: la seguridad.
Frente a un panorama musical lleno de promesas que se desinflan después de un disco mediocre pero bien promocionado, los clásicos aportan la certeza de la calidad. Y eso lo reconoce una generación que necesita referencias de permanencia, aunque esté habituado al consumo rápido de comida, información o relaciones. Precisamente por eso aprecia aquello que es capaz de perdurar: porque sabe lo que significa la levedad de su mundo.
Esa sensación quizás se ha acentuado en los últimos cuatro años, con una crisis que acaba con todo: con tiendas de toda la vida; con derechos que parecían intocables; con ahorros que creíamos seguros o con proyectos que soñábamos poder desarrollar. En pleno tsunami social, hay unos tipos que representan la exquisitez de otros tiempos. Como una delicatessen en el menú de un local de comida rápida. Son rara avis pero son un regalo. En especial, para las nuevas generaciones, educadas en la comida basura pero no por eso carentes de un paladar hambriento de sabores sublimes.