El concepto de “obscenidad” varía con los siglos. Lo que hace doscientos años escandalizaba a nuestros ancestros, hoy lo encontramos no solo natural sino precioso. Pienso, por ejemplo, en una pareja cogida de la mano por la calle. A nuestros bisabuelos les hubiera parecido inconveniente el gesto en público. No digamos un beso, por casto que fuera, apenas un roce de labios. El de Obama y Michelle, sin ir más lejos. Hubiera sido un escándalo para los presentes e inimaginable su difusión pública.
No hay más que recordar cómo al pobre Miguel Ángel le hicieron poner trapitos a sus personajes de la Sixtina para tapar las vergüenzas. No las de las pinturas sino las de quienes creían ocultar así sus propios complejos y limitaciones. Aquello era obsceno. Ahora, nos parece sublime salvo a los mismos acomplejados de entonces, como la televisión china cuando “pixela” los atributos del David.
A estas alturas no nos asusta ni incomoda el desnudo salvo que ofrezca otro mensaje que vaya más allá de la belleza del cuerpo humano. Me refiero a imágenes como la del anuncio protagonizado por una modelo anoréxica. Ahí el problema no es el cuerpo desnudo sino el vida destrozada que muestra aquel.
Sin embargo, ayer me encontré con una imagen insultantemente obscena. La última obra de Ripollés. Reconozco que no es mi artista favorito pero si es un grande no seré yo quien lo niegue. Ahora bien, su última gran escultura es ofensiva, probablemente no por él ni por su genio sino por el uso político de todo ello.
Pensaba que no terminarían de exponernos a esa obscenidad que es la figura del aeropuerto nonato de Castellón. Pero sí. Le colocaron el avión. El único que ha llegado a sus pistas.
Si en otro tiempo fue el desnudo una piedra de escándalo, ahora es la pobreza moral que una obra simboliza lo que nos parece obsceno. Si pasan por allí, tapen los ojos a los niños. No les dejen ver esas cosas tan pronto.