Sánchez Gordillo debería pedir asilo a Ecuador. No lo digo en broma. Quien dice Ecuador dice cualquier otro país. El alcalde de Marinaleda se considera un perseguido político y se siente orgulloso de lo que hizo. Lo mismo que alega Assange: que actúa en nombre del pueblo para ayudar al débil frente al poder. Justo es que ambos sean protegidos en su reivindicación. Puede sonar desproporcionada la comparación pero hay algo en la raíz que hace similares ambas situaciones.
Assange reclama protección porque cree que su caso no es, como alega Suecia, un delito de abusos sexuales. Eso parece la pantalla que disfraza una persecución por parte de Estados Unidos contra el díscolo que publicó secretos oficiales. Tanto si es cierto como si no lo es, Assange ha subvertido el orden establecido. Él no robó los documentos pero los publicó cuando, en teoría, deberían permanecer ocultos. Lo mismo sucede con Sánchez Gordillo. Él no se llevó comida del súper pero animó a hacerlo. Su argumento es parecido al de Assange: se considera por encima de lo establecido. Por encima de la ley.
Ambos –y muchos otros caudillos- tienen su propio Decálogo sagrado y lo ponen por delante de la legislación vigente en aras de una mayor libertad. No modifican la ley. Simplemente se la saltan en nombre de la libertad de información, uno, y de la justicia social, el otro.
No digo que no tengan razón. Posiblemente están en lo cierto: falta transparencia en los resortes mundiales de poder –empezando por saber cuáles son los verdaderos centros de poder, que no son los gobiernos- y falta un reparto equitativo de los recursos. Lo inadmisible es el método empleado: violentando a personas, empresas o instituciones.
Ambos defienden que el fin justifica los medios y, aunque es difícil tragarse ese sapo por las consecuencias perversas de tal afirmación, no les falta razón cuando alegan que por los cauces normales nunca hubieran conseguido poner en evidencia una realidad necesitada de cambios.
Cuando el gobierno ecuatoriano justifica el asilo a Assange apelando a argumentos que lo equiparan a un sirio que se niega a matar a sus hermanos o a una mujer afgana perseguida por estudiar a escondidas, rebaja la fuerza del asilo político y la gravedad de los otros casos. Pero sobre todo preocupa que el mundo según Assange o el mundo según Sánchez Gordillo sean más respetados que la ley. Las suyas pueden parecer dignas reivindicaciones pero quién decide lo que es digno o no. ¿Y si una mayoría considera necesario que el mundo funcione según los criterios del partido neofascista griego Aurora Dorada? Sería un déjà vu.