Televisión bajo llave
Para quienes estamos conectados al mundo entero a través de Internet y hablamos con gente en Singapur, escuchamos una radio de Oklahoma o compramos música hecha en Australia sin movernos del sofá, resulta estúpido que se pongan trabas a ver una televisión que emite a tan solo 300 quilómetros. Si veo Al Jazeera en mi portátil, ¿alguien me puede explicar por qué no puedo ver TV3?
Ya sé que hay motivos políticos y una razonable exigencia de reciprocidad. Si se usa una televisión para “colonizar”, no admito ni al Curiosity emitiendo imágenes desde Marte y mucho menos si quien me envía esa señal no permite que sus ciudadanos vean la mía. Hasta ahí estoy de acuerdo con algunos enfados que hemos vivido por estos lares.
Sin embargo, más allá de eso, hay una razón que debería prevalecer por encima de todas las demás y que convierte en insólito un debate en el parlamento español para decidir qué limites poner a la televisión hoy. La razón es la pura realidad: las redes permiten romper las barreras que siempre hemos sufrido y, ahora que técnicamente podemos superarlas, nos inventamos otras nosotros mismos.
No hay cosa que más me irrite que intentar ver los debates de la BBC o una serie de la RAI y que la pantalla del ordenador me diga que no puedo porque no vivo allí. ¿Y qué?, me dan ganas de chillarle. Precisamente Internet permite que haga cosas sin estar físicamente en ese lugar: estudiar, comprar o visitar un museo. Si puedo hacer eso ¿por qué no ver cualquier televisión?
En el caso británico se impone esa medida por razones económicas: allí pagan por cada aparato de televisión para financiar el ente público, de modo que podrían obviar el canon utilizando el ordenador. Pero sigue siendo una torpeza anacrónica negar el acceso global a unos medios al alcance. En lugar de promover un acceso libre y universal con la riqueza que ello proporcionaría, ponemos llaves y candados al campo.