Me pregunto por qué no se hizo una manifestación como la de ayer en Barcelona durante los gobiernos de Zapatero; por qué no acudió Mas, representante de los ciudadanos, y si los autobuses que ayer colapsaron la Ciudad Condal respondían a un deseo real de independencia. Son muchas dudas, pero la principal es si hay algún Estado realmente independiente hoy en la Europa de Merkel. Quizás, de conceder lo que piden, solo cambie la diana de todas las iras, de Madrid a Bruselas.
Personalmente lo que me preocupa no es que una parte de España pida desligarse del Estado sino que el territorio pase por encima de las personas. Son palabras como las pronunciadas por Núria de Gispert, presidenta del Parlament, las que me inquietan cuando pedía que los catalanes salieran a defender “los derechos y libertades de Cataluña”. Pensaba que los titulares de derechos eran las personas, no los territorios. Por eso son válidos para todas, al margen de su raza, su nacionalidad, su religión o su condición sexual. Todos somos titulares del derecho a la vida, a la libertad de expresión o a la libertad religiosa. El Estado reconoce, no otorga derechos.
Son los catalanes los que tienen derecho a manifestarse y a decidir su futuro, no el territorio. Lo malo de utilizar esa confusión es otorgarse la representatividad absoluta de un espacio. Les ocurre a los grandes líderes populistas: el Estado soy yo. Pero, en realidad, son sus habitantes quienes deben exigir que en su territorio nada les impida ser libres y eso incluye a quienes no quieren la independencia ni comparten el credo nacionalista. Son titulares de derechos y libertades como los más independentistas y el riesgo en estos procesos es minusvalorar los derechos de los “españolistas”. Lo hemos visto hacer, con sangre, en el País Vasco y con notables discriminaciones en Cataluña. Ése es el riesgo de poner el territorio por encima de las personas.