Los bancos de alimentos son los únicos que no buscan beneficios. O, al menos, no el propio sino el ajeno. Los únicos fiables. Los únicos que no fallan al cliente, porque no lo tienen. Tienen benefactores y beneficiarios. Y punto.
No necesitan expropiar ni robar a los supermercados para canalizar ayudas a quien más lo necesita. Son la versión civilizada de Sánchez Gordillo. La diferencia con él no es solo el hurto sino que no juzgan a quienes les dan comida para otros, simplemente la toman, la agradecen y la reparten. No se creen por encima de los demás. No se les llena la boca hablando de lo mal que está repartido el mundo. Sencillamente, ayudan a cambiarlo.
Por eso merecen un premio como el Príncipe de Asturias. No por castigar al malo y favorecer al bueno sino por no diferenciar entre malos y buenos. Son bancos en los que podemos confiar porque su interés sí es el nuestro. Son los únicos en los que se cumple esa pamplina publicitaria tan usada por las cajas y entidades bancarias de nuestro país: “nos preocupas tú”. Y una porra. A los hechos me remito.
Cada vez se acota más el grupo de empresas o instituciones que concitan un aplauso unánime y curiosamente suelen ser aquellas que ayudan al desfavorecido. Son la antítesis de quien domina el mundo. La cara opuesta de los otros bancos. Aquellos nos han llevado a la ruina buscando más y más beneficios con dinero ficticio y cuentas de resultados falsas. Éstos, en cambio, no acaparan excepto recursos tangibles: arroz, leche o patatas. Pueden tocarse, pueden intercambiarse y se convierten en salud y vida para quienes los reciben.
En los bancos de toda la vida nos daban dinero sin que lo viéramos ni supiéramos su coste; en los de alimentos dan aquello que el dinero compra para obtener lo que no consigue todo el oro del mundo: una vida digna y una solidaridad global más real que la ingeniería financiera de las grandes corporaciones.