Ximena es negra, peluda y obediente. Como lo son los labradores, sobre todo, aquellos que han sido adiestrados para guiar a una persona que no ve. Ximena es así. Es la perra-guía de David Casinos, uno de nuestros campeones paralímpicos. Ella son sus ojos y su bastón cuando camina, excepto en Londres. Allí, David no quiso llevarla porque se agobia con las muchedumbres y el jaleo.
Por eso Ximena fue, ayer, la perra más feliz del mundo al volver con su amo en el aeropuerto. Junto a David, regresaron nuestros otros dos campeones paralímpicos, Ricardo Ten y Ruth Aguilar, orgullo patrio y modelos para las nuevas generaciones.
Si un olímpico es excepcional, el paralímpico tiene un plus de superación que lo eleva a un podio de excelencia incomparable.
Es cierto que todos los atletas, con o sin discapacidad, son admirables por su tesón, su sacrificio y su esfuerzo. No pretendo rebajar a los olímpicos para encumbrar a los paralímpicos. Todos merecen nuestro reconocimiento y admiración. Sin embargo, los paralímpicos han tenido que superar dos barreras que no comparten sus compañeros: el rechazo exterior y el interior.
El exterior puede presentarse con el ropaje de la compasión o la pena, cuando no de la negación. El exterior no ve a una deportista sino una silla. No ve a un campeón sino a un chaval sin brazos o con discapacidad mental. Como en la vida, reducimos la persona a un solo rasgo.
El rechazo interior puede ser peor. Es esa voz que descarta el triunfo como si superarse cada día desde una silla de ruedas, unas muletas o una carencia sensorial no fueran ya objeto de medalla, laurel y aplauso.
Bien lo sabe Ximena. Ella no ve discapacitado a David, solo necesitado de su tozudez cuando se empeña en cruzar y ella sabe que no debe hacerlo porque viene un coche. Si aprendiéramos a mirarnos como ella, veríamos a la persona, no al discapacitado. Y celebraríamos sus triunfos como propios.