Si a Gilad Shalit lo hubieran secuestrado las FARC, todos hubiéramos aplaudido su liberación y la oportunidad que se le presenta ahora de ver al equipo de sus amores, el Barça. Me imagino a Ingrid Bettancourt, rescatada en Colombia tras un secuestro de seis años, recibida por el presidente del club y saludando a la directiva y a los jugadores antes del encuentro, en el caso de haber sido aficionada el fútbol y al club blaugrana.
Sin embargo, a Shalit no lo secuestraron las FARC sino Hamás. Con apenas 19, ha sido mantenido en cautiverio durante 5 años y cuando por fin vuelve a casa y se dispone a acudir al Nou Camp –un sueño, para un culé como él- Hamás pone el grito en el cielo y pide el boicot al club.
Pero lo malo no es que Hamás haga lo que hacen los terroristas: secuestrar, matar o amenazar. Lo peor es que el Barça haya salido corriendo a matizar que no lo invitan sino que aceptan su presencia, no vaya a ser que pierda aficionados y negocio en el mundo árabe. O algo peor: no le pongan una bomba el día menos pensado.
Vivimos en un contexto en el que hay que ir pidiendo perdón por recibir, por acoger o por apoyar a un israelí. Poco importa que él no sea el causante sino una víctima de la violencia en la zona; al margen queda si él votó o no al gobierno actual, si quiso estar en el ejército y si creía en lo que hacía o solo pretendía evitar que una bomba palestina matara a los suyos. Incluso en ese caso, debemos seguir pidiendo perdón por creer que los hijos de Israel también sufren atentados, amenazas, muerte y destrucción. Son los culpables eternos.
Rechazar algunas decisiones de Israel no basta ni parece compatible con mostrar piedad hacia sus secuestrados y sus familias. Como las de tantos palestinos inocentes que sufren; lo primero, la política de sus dirigentes. ¿Acaso nosotros debemos ser flagelados públicamente por los errores de Rajoy, si somos los primeros perjudicados?