Es un pareado muy ocurrente: “La próxima visita será con dinamita”. Sin embargo, no resulta ni oportuno ni gracioso. Lo coreaban quienes ayer irrumpieron en la apertura de curso de la Politécnica en maldita coincidencia con las locuras de un perturbado que pretendía volar la Universitat de Les Illes Balears.
Con la dinamita no se juega, es la lección que podríamos aprender de la jornada de ayer con la matanza de Columbine en la memoria. La dinamita, ni mentarla. Ni en broma. Ni como rima.
Esa opción es el extremo y 140 quilos de explosivos su evidencia más macabra, pero la violencia lo es siempre aunque no deje un reguero de sangre.
Interrumpir un acto académico, entrar por la fuerza, gritar, impedir hablar y coaccionar a los presentes a escuchar lo que uno tiene que vomitar es violencia, algo a lo que no parecen renunciar quienes protagonizaron el altercado. Nada que ver con el flower power de los 60. La violencia hoy es una opción.
Y lo peor es que el resto del mundo sucumbe a ella y cuando la repele, legítimamente, es acusada de autoritario, fascista o poco dialogante. El fin –la denuncia- justifica unos modos que no hace tanto considerábamos inaceptables –la fuerza-. La protesta pasa por encima de la forma escogida para manifestarla. Todo se explica y arropa con una indignación que da carta blanca para forzar a los guardas de seguridad, a la policía en el Congreso o a los ciudadanos en las calles. No apoyarlo, además, es signo de debilidad o de connivencia con los culpables de la crisis. Denunciar que la Universidad debería estar inmunizada contra los modos violentos obliga a añadir que la culpa es de sus gestores. No lo es. La violencia es responsabilidad de los violentos; la falta de recursos o su pésima gestión, de las autoridades educativas. La indignación es consecuencia de esta pero no impone el grito como forma de comunicación. Eso es elección de unos salvajes.