Las penas políticas cada vez me importan menos. Exactamente me importan un bledo. Es más, diría que un bledo tiene cierto interés para mí. Al fin y al cabo las infusiones con hojas de bledo, dicen los naturópatas, sirven para bajar la fiebre y aliviar la gota. Es decir, son más útiles que las batallas políticas.
Estoy en un momento de mi vida en el que me preocupa más el cultivo de bledos en nuestro país que la situación de las fuerzas políticas.
Por eso cuando escucho a los engañabobos de la independencia abrir la caja de Pandora por un puñado de votos; a los navajeros del PSOE citarse a medianoche por una poltrona que se aproxima a la línea de flotación del Prestige o a los palmeros del PP haciendo más esfuerzos que una parturienta de nalgas por dar a luz argumentos para la crisis, me dan ganas de despedirlos a todos.
Al poco, entiendo que les “contraté” yo con mi voto –si por el mío fuera, todos estos estarían en el paro- pero no les puedo despedir. Ya sé que teóricamente podemos hacerlo en las siguientes elecciones, pero son como las manchas persistentes: recién tendida la prenda parece que no están, pero en cuanto la entras del tendedero, la planchas y la doblas, ¡vuelven! Además, con alevosía, porque solo resurgen en el momento de meterla en el cajón. Es entonces cuando dices: ¡pero no se habían ido! Y vuelta a empezar.
Con los políticos pasa lo mismo. Crees que han aprendido algo; que han entendido lo que pasa; que incluso han llegado a escuchar a los ciudadanos, ahítos de tanta pelea en el barro que ya no es ni entretenida, y que no volverán a las andadas. Pero en cuanto te das la vuelta y te distraes viendo una carrera de Alonso o un debate sesudo de seis horas sobre la uña rota de una semifamosa venida a más, aparecen ellos. Y vuelven por do solían. Lo dicho. Ni independencias ni gaitas. Me voy a cultivar un huerto vertical de bledos urbanos. Me preocupan. Sobremanera.