De vez en cuando le doy vueltas a mi testamento. No al legal, que no he hecho ni tengo prisa en hacer, sino a otro que me gustaría dejar.
Hace unos días, sin ir más lejos, me inspiró la esquela de una señora en la que decía perdonar a la hija por haberla ignorado cuando más falta le hacía. La esquela siempre ha sido un lugar en el que dejar algunos guiños al mundo entero y, en las hemerotecas, para la posteridad.
Sin embargo, la esquela media se me queda corta y no creo que mis deudos quieran publicar una a toda página, que sería lo propio, por cierto.
Así que busco otros métodos de poder decir a todos que les quiero; a algunos, que les zurzan y a quienes no me conozcan, que les hubiera encantado hacerlo.
Por eso me emociona saber que ya se ofertan lápidas con códigos QR. Un código QR es como un chip en dos dimensiones, es decir, una forma de concentrar mucha información que solo se conoce con el dispositivo adecuado. Lo interesante es que ese dispositivo es cualquier teléfono móvil inteligente con una pequeña aplicación.
El sistema es ya común en la publicidad y el marketing pero empieza a introducirse poco a poco en la vida de los mortales. Nunca mejor dicho.
Hay quien tiene tarjetas de visita con códigos QR o negocios cuyos escaparates muestran alguno para que el mirón no se quede en lo que ve sino que acceda a todo el catálogo.
La nueva oferta es pegar uno de esos códigos en la propia lápida con información, fotos o vídeos del finado. Ya sé que para muchos resultará un entretenimiento poco apetecible pero yo creo haber encontrado el modo de enviar un mensaje desde el más allá, incluso con interactividad para que el interesado pueda escoger.
Mi yo más mordaz seguirá aquí por toda la eternidad, creando fans y detractores a partes iguales. Unos me encumbrarán más de lo merecido pero no llegarán a confirmar su error y los otros sabrán que lo es pero no podrán reprochármelo.