Llevo casi 48 horas sin querer pronunciarme sobre lo ocurrido en el Madrid Arena. No cabe otra que lamentarlo y sentirse cerca de las familias. Sin almíbares ni sobreexplotación del sentimiento, como se ha hecho.
No necesito hablar de lo que sienten los padres cuando un hijo se va de fiesta ni busco provocarles a ustedes un nudo en la garganta o un ataque de llanto. Lo he visto hacer en otros colegas y me produce fastidio. Hasta tengo la sospecha de que lo hacen para aliviar su mala conciencia.
Es lo que tiene dar a luz una vida. No es cuestión de fiestas extremas ni de botellones peligrosos. Un hijo fuera del útero materno corre unos riesgos que los padres creen no poder suprimir, pero eso es vivir y crecer.
Estoy convencida de que unos padres jamás dejan de sufrir aunque su niño solo salga de casa al trabajo y del trabajo a casa. Aún hoy mi madre me dice todos los días “ve despacio”, cuando cojo el coche. No le falta razón porque, aunque yo conduzca bien, sé que puede venir de frente un imbécil colocado o borracho y justificar sus miedos de por vida.
Lo sé porque ahora soy yo quien sufre cuando ella sale sola, sin la chica que le he puesto para estar tranquila. Y temo que se caiga y se rompa la cadera o le peguen un tirón para quitarle las cuatro perras que lleva en el bolso. Yo también sufro cuando tarda.
Por eso me produce hastío el espectáculo de plañideras al que estamos asistiendo. Y mucho más la demonización de las fiestas juveniles solo porque una parece haberse aprovechado de que estas cosas no suelen pasar para enriquecerse.
Quienes peor lo gestionan son los políticos, tendentes a sacrificar todo cuando les cae encima la catástrofe. Ayer mismo la alcaldesa de Madrid lo resolvió negando un uso lúdico a los recintos municipales. ¿No es peligrosa una demostración aérea? Antes de prohibir, que revisen su actuación y su responsabilidad en el cumplimiento de la ley.