Un bar en el que los clientes pagan dos cafés cuando se toman uno para que un necesitado pueda desayunar; un restaurante que implanta una “happy hour” en la que todos los platos cuestan un euro o una gran superficie que permite comer a precios de risa a sus clientes pero no supervisa si han comprado.
Mientras las autoridades nos siguen exprimiendo, las familias y los particulares están sosteniendo el sistema. Estamos, porque mi perro es testigo de cómo algún conocido, ahogado por la hipoteca, me ha encontrado por la calle y me ha pedido que le pague un café con leche.
Cuando veo ese tipo de iniciativas me conmuevo y aplaudo a quienes son capaces de equilibrar sus ganancias y la preocupación por el prójimo. No es fácil, sobre todo, entre quienes ya van apurados para cubrir todos los gastos. Sin embargo, la vida nos enseña que la generosidad no va a unida a la riqueza sino a la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Y, ahí, ricos y pobres muestran su grandeza o su miseria.
Esas ideas que ayudan a tomar algo caliente son un modo de asistencia social en dosis pequeñas pero llenas de humanidad. Ya sé que pagar un café no es gran cosa pero que un necesitado sepa que no se le va a negar algo tan básico le puede hacer sentir aún parte de esta sociedad.
Es justo lo contrario a lo que están haciendo autoridades y especuladores internacionales. Están fulminando nuestra identidad como comunidad humana; nos hacen avaros, rácanos, insolidarios –bastante tengo yo con lo que tengo, nos obligan a decir-. Quizás ése sea el peor efecto de la maldita política de austeridad. No debemos dejar que lo consigan. Por eso es tan valiosa la iniciativa de un bar de permitir pagar “a cuenta” un café. Es nuestra revolución a pequeña escala. Crea lazos, nos hace humanos y nos ayuda a plantar cara a la cultura del egoísmo feroz. Frente a la prima de riesgo, nos revelamos actuando como hermanos en el riesgo.