La austeridad bien entendida empieza por reducir gastos. No me refiero a que los gobiernos recorten en ayudas sino a que los ciudadanos evitemos un gasto de dinero público o, al menos, consigamos reducirlo. Ya sé que nuestra contribución puede ser realmente modesta en comparación con los gastos que generan políticos y dirigentes. Sin embargo, nuestra exigencia para que se supriman coches oficiales o se eliminen asesores, debe ir acompañada de cierto nivel de responsabilidad, si queremos ser coherentes.
Es lo que han hecho los comerciantes y vecinos de Benimaclet pidiendo que no se ensucien las calles. Es cierto que siempre se necesita un servicio de limpieza. Hasta en la casa más cuidadosa se acumula polvo; del mismo modo, hasta con los vecinos más escrupulosos, se hace imprescindible un servicio de barrenderos y de baldeo de las calles.
Sin embargo, no falta razón en Benimaclet cuando animan a depositar la basura por la noche; a recoger los excrementos de perros; a no tirar papeles al suelo; a no llenar de pipas la puerta de un colegio o a no dejar lleno de bolsas un banco del parque usado para el botellón.
Es una contribución pequeña y quizás en términos económicos, irrelevante, pero lo más valioso de todo ello es crear conciencia de la responsabilidad compartida, de que todos contribuimos al gasto público. No se trata de eximir a quienes gastan miles de euros en dispendios inútiles o prescindibles, pero debemos acompañar nuestro marcaje a esos personajes con una actitud cívica exquisita.
Cada uno debe responder según su nivel de participación. Al político, pidiéndole cuentas de su gasto telefónico, de su kilometraje y de sus comidas de “empresa”, pero al adolescente, acostumbrándole a no tirar el envoltorio del bollycao en la acera. O el cambio de mentalidad es global o no conseguiremos lo esencial: asumir cada gasto público como si fuera del propio bolsillo. Que lo es.