Que en la misma semana vengan Rajoy, Aznar y una huelga general solo puede ser la conjunción planetaria retrasada. Afortunadamente tanto sobresalto viene escalonado: hoy estará Rajoy por aquí; mañana es la huelga y el jueves, aterriza Aznar. Así es llevadero. De lo contrario, nuestro corazoncito podría resentirse demasiado.

Me refiero al siempre sensible corazón de valenciano fiel. Ese que canta emocionado “per ofrenar noves glòries a Espanya” y no lo dice con la boca chica ni cruzando los dedos, sino convencido de que Valencia es grande en España y España debe mucho de su potencial a Valencia.

Ese corazoncito lleva tiempo sufriendo un desplante de bolero que no termina de entender porque su actitud no ha cambiado ni su lealtad ha menguado en estos meses. Sin embargo, se siente arrinconado como el hermano mayor a quien castigan por las trastadas del pequeño.

Valencia sufre los rigores de la buena política en el mal sentido de la palabra “bueno”. Durante un tiempo ha resultado incómoda. Era la casona donde había ocurrido un crimen terrible que se cierra a cal y canto y nadie quiere abrir por miedo a los fantasmas y los negros presagios que envuelven el lugar. Valencia era terreno vetado para quien buscaba afianzar el poder.

Ahora ya pueden pisar la “terreta” sin miedo al contagio. Ya ha terminado la cuarentena y el virus parece extinto de la mano de Fabra. Levantamos cabeza en el panorama político hasta el punto de que los líderes del PP se atreven a dejarse ver por aquí.

Pero nosotros no hemos cambiado. Ni siquiera tengo claro que hayamos alterado la intención de voto, aunque los sondeos empiecen a decir lo contrario. Lo más curioso es que quienes han cambiado son nuestros dirigentes. Y a dedo, no por nuestra voluntad. Sin embargo es eso –quizás- lo que nos salva y nos rehabilita a los ojos del PP nacional. Es ridículo. Nos castigan sin motivo y nos rescatan sin mérito alguno.

Enviado desde Hajdúböszörmény, M35, Hungría.