Lo suele decir mi compañero de letras José Antonio Burriel. Él alerta del riesgo que sufrimos como sociedad cuando relacionamos violencia doméstica con la muerte de una mujer. Solo con la muerte. Cuando solo reaccionamos ante un entierro más.
Es verdad que se trata de la consecuencia más extrema del machismo pero no es más que el final de un proceso. Y lo grave es no parar el proceso.
Pocas veces, el asesinato es un acto aislado y espontáneo. A menudo es el último daño que un hombre hace a una mujer cuando lleva meses o años sometiéndola a humillaciones, vejaciones o golpes. Sobre eso suele llamar la atención Burriel con muy criterio. No olvidemos todo lo que hay detrás y antes de una muerte.
Lo mismo nos está sucediendo con los desahucios. Llevamos unos días impactados por cada caso de suicidio, por cada drama al que ponemos cara y nombre. Es la única forma de sentir el dolor. Los datos suelen ser inocuos; los rostros, no.
Pero los suicidios son también el extremo de un proceso doliente que viven centenares de familias en nuestro país. Es ahora cuando nos conmueven. Es ahora cuando nos han sacudido, cuando en realidad se están produciendo durante años e incluso, sin llegar a ellos, hay mucho detrás que olvidamos.
Los vemos rebuscar en la basura, hacer cola en comedores sociales o intentar disimular las zapatillas rotas del niño pero solo reaccionamos cuando caen desde un balcón. En realidad son la punta de un iceberg pero solo nos preocupa la parte visible, no la sumergida. También hay dolor sumergido, no solo economía.
Las muertes por violencia de género y por suicidio ante un desahucio son dos casos de procesos lentos y silenciosos. Los vecinos lo saben, pero miran hacia otra parte. Ayudan, si pueden, pero no quieren meterse. Son cosas de cada uno. Sin embargo, en ambos casos es hora de asumir que son cosas de todos. Que llegar al final trágico es un fracaso como sociedad.