La última vez que lloré por un payaso llevaba calcetines marrones y uniforme del colegio. Tenía 6 años y acababa de morir Fofó. Fue toda una conmoción en quienes no levantábamos dos palmos del suelo. Las desapariciones inesperadas de Fofó y, luego, Félix Rodríguez de la Fuente obligaron a más de un padre y una madre a adelantar las explicaciones sobre la muerte pensadas para cuando los niños fueran un poco más mayores.
Ayer no diré que sufrí lo mismo pero la de calcetinitos cortos y pan con chocolate para merendar lo sintió como entonces. Sintió que era injusto perder a alguien tan valioso y tan poco reconocido. En otros lugares, los payasos de la tele tendrían su calle, su estatua y hasta su premio al mérito vital.
Hay premios al mérito militar, al trabajo o al heroísmo civil para quienes salvan a otros de grandes catástrofes. Lo de Miliki, Gaby y Fofó era mérito vital porque nos salvaron de la tristeza y el miedo.
Por eso tienen el cariño de millones de españoles que han aprendido con ellos a sonreír. No hay galardón que lo iguale porque pocos concitan la unanimidad de tantos, en estos tiempos de discrepancias eternas, como los payasos de la tele.
Ellos cantaban que “había una vez un circo que alegraba siempre el corazón” y realmente respondieron a eso. No tiene precio. Alegrar el corazón es una potestad de dioses. La suya era una capacidad, envidiable hoy, de hacer reír sin meter el dedo en el ojo, sin insultar, sin ofender, sin ridiculizar, sin hacer sangre. Hace mucho que perdimos esa habilidad en España.
En estos últimos años hemos ganado en gravedad y ademán funesto. El suyo era un humor fresco e ingenuo. Poco importaba que fuera en blanco y negro. Hoy tenemos color y 3D pero somos incapaces de reproducir su ilusión. España está en deuda con los Aragón, una familia que ha sabido entretenernos y divertirnos durante décadas. Que ha sabido “alegrar siempre el corazón”.