Me sorprende –a estas alturas, aún me sorprende- cómo el poder es capaz siempre de dar la vuelta a cada situación en su beneficio. Ayer lo consiguió la banca apuntando a la reforma de la Ley Hipotecaria como un riesgo y a la construcción de más casas y la concesión de más créditos como una solución.
Será que no entiendo de economías ni de hipotecas; que soy una iletrada y una demagoga, no lo sé, pero hay algo que me cruje por dentro escuchando a la patronal bancaria.
Es un matiz de sus palabras lo que me alerta. Lo que parece preocupar a los responsables de los bancos es que la modificación del marco jurídico limite el crédito para acceder a una vivienda.
Para mí el problema no está en el crédito sino en el acceso. En el acceso a un techo. No se trata, a mi entender, de lograr un crédito, sino una vivienda, y no los considero sinónimos. Quien pueda comprarla, que la compre, y quien no, que la alquile.
Quizás durante años hemos mantenido una utopía estúpida: la posesión. Si se puede vivir sin coche mientras haya transporte público o sin tener a un mensajero particular existiendo Correos, las autoridades deberían haber garantizado el acceso a una vivienda, no a la propiedad de una vivienda.
Sin embargo, eso no hubiera sido negocio. Ni para los bancos, que no hubieran visto engordar su cartera de clientes, ni para los políticos, que no hubieran asistido a una multiplicación milagrosa en las arcas municipales gracias al suelo.
No me olvido de quienes han buscado el enriquecimiento rápido comprando y vendiendo. Pero esos no me preocupan tanto como quienes se metieron en una hipoteca imposible para vivir, no para especular.
A esos las autoridades deberían haber garantizado un techo con fórmulas de alquiler protegidas que evitaran abusos del propietario e inseguridad ante un inquilino infernal. En lugar de eso, se favoreció la compra. Y se sigue haciendo. Que la burbuja no decaiga.