Viajar por la Europa más avanzada es una lección de civismo. En Estrasburgo puedes ser recriminado por hablar a gritos por la calle a las diez de la noche y en Berlín, por cruzar en rojo una vía urbana.
En España, para atajar esos comportamientos, tenemos que esperar a que los vecinos protesten; una ordenanza los prohíba explícitamente y las fuerzas del orden multen sin miramientos. Entonces asumimos que no es correcto. O, mejor dicho, que no está permitido. Y ahí reside el problema. Hay cosas que no requieren una multa, sino educación.
Yo no puedo evitar sentir una ligera molestia cuando espero que el semáforo cambie y veo cómo todos los peatones que me rodean cruzan sin pensarlo dos veces. Afortunadamente el móvil ha hecho que mi exquisitez urbana quede disimulada: mirándolo, parezco despistada y no tiquismiquis. Pero lo soy. No negaré que en alguna ocasión me he comportado igual, pero procuro no hacerlo por dos razones: la primera, porque ese cruce de calles sin orden ni concierto me produce la sensación de vivir en Calcuta. Uno de los signos del avance social es, a mi modo de ver, el orden frente al caos.
La segunda razón es más importante: el impacto en los pequeños. La educación vial empieza por el ejemplo de los mayores. ¿Cómo convencer a un niño de que no cruce en rojo si lo ve hacer continuamente?
Sé que mis amigos se ríen de mi frikismo vial y sufren lo indecible cuando reivindico el paso de cebra para el peatón tirándome en plancha sobre él. Los coches frenan en seco maldiciéndome y algún día se me llevarán por delante. “Les tocará indemnizar a mis deudos”, contesto a mis amigos. Entonces me maldicen ellos.
Por eso yo respeto el semáforo. Cumplir los turnos no solo es signo de educación individual y de progreso colectivo sino de eficacia. La mayoría de problemas en la calzada se producen por el incumplimiento de las normas. Los últimos atropellos lo certifican.