Desde que visité Belén tengo especial cariño a un nacimiento que compré a unos cristianos palestinos, doblemente recluidos tras el muro que encierra sus vidas. Es el que más me gusta, sin oropeles ni materiales caros. Solo madera.
En él aparecen Maria y José con el Niño, un rey mago en camello y dos figuras reclinadas de los que es difícil decir sin son ovejas, conejos o “caganers” muy estreñidos. Ahora bien, como están delante del Niño, no tengo duda de que no son el buey ni la mula. Es decir, mi belén es casi ortodoxo según las indicaciones dadas por Ratzinger en su último libro sobre Jesús de Nazaret.
El tema no es relevante aunque ha dado mucho de sí en las últimas horas: comentarios, chistes, tuits, chanzas de todo tipo sobre los animales que, según la tradición, dieron calor al niño recién nacido.
Es verdad que una reflexión global sobre el buey y la mula, cuando todas nuestras noticias son funestas y fuera de las cuitas patrias solo vemos bombardeos y ataques criminales contra inocentes, es demasiado jugosa.
Sin embargo, no deja de sorprender tanto interés por un detalle sin importancia que ni debería preocupar a creyentes ni parece que deba ocupar a descreídos.
Los primeros, porque lo valioso del libro del papa es que más allá de la literatura sobre aquella noche, lo que no cambia es la verdad histórica del nacimiento de Jesús. Los segundos, porque presumen de rechazar lo que proceda de la Iglesia y, sin embargo, se indignan por un cambio en el relato mítico de una jornada especial.
Al margen de las bromas inevitables ante una noticia de ese tipo, el hecho muestra una paradoja: un papa intenta arrancar los apósitos que se han ido adhiriendo a la realidad histórica y, por contra, los que no creen en ella reclaman mantenerlos mientras critican que la Iglesia se empecine en ser inmovilista.
Por mi parte, hace años que pongo “nacimiento” y no “belén”. Me sobra escenografía.