Cuando escuché al ministro De Guindos decir que la moratoria de las hipotecas solo iba a afectar a 120.000 familias porque “la mayoría paga religiosamente”, no pensé, por una vez, en esos candidatos al desahucio inmediato que tanto nos han angustiado en las últimas semanas, sino en el resto, en la mayoría.
Por un momento se quedó flotando en el aire esa frase: más del 90 de los hipotecados cumplen con sus pagos. Detrás de esa afirmación parece que hay alivio porque se trata de compatriotas que, de momento, no se ven bajo un puente. Sin embargo, a mí me produce la sensación contraria. Es cierto que la urgencia está en quienes llevan meses sin poder hacer frente a sus obligaciones con el banco. Esos están en el precipicio. No al borde, sino en caída libre.
En cambio, en esa mayoría de la que nos hablan están todos aquellos que viven con la soga al cuello mes a mes. Esos no caen por el acantilado pero saben que un empujoncito puede precipitarles.
Entre ellos hay quien destina su exiguo sueldo a la hipoteca y tiene que ingeniárselas para pagar los libros de los niños, la luz, el agua o los gastos de comunidad. Otros ya hace tiempo que mandaron a los críos con los abuelos porque, al menos allí tienen calefacción y comen bien una vez al día. E incluso se ven aquellos que viven con los suegros y tienen el piso cerrado. Pagándolo con el sudor de su frente pero cerrado.
Todos esos que “cumplen religiosamente con la hipoteca” saben más que nadie qué significa hacer recortes. Llevan años recortando. No son casos extremos pero un ERE traicionero, una baja inoportuna o una pésima época de ventas puede arrastrarlos al vacío. No depende de su intención ni de su buena gestión sino de su mal fario. Para ellos no hay moratoria ni quitas ni alarma social. Ellos pagan, callan y ven a ministros y autoridades hablar de rescatar a los bancos. El día que se levanten, serán mucho más que “indignados”.