Ayer me extrañó ver a tanta gente en el mercado. Al principio pensé que era por el puente de la semana próxima o porque se acercaban las Navidades. Quizás tenían algo que ver con el furor consumista, y era cierto eso que decían de que muchos, previsores, compraban ya para evitar las subidas posteriores. Pero no me convencía. Al final, me di cuenta de otra cosa: era día 1.
Caí en ello mientras escuchaba una entrevista a una monja que atiende en un comedor social. Explicaba la religiosa que en el último tercio del mes llega un tipo de gente que no acude el resto de días. Esa diferencia se explica porque, a esas personas, sus modestos ingresos le dan para comer hasta el 22 o el 25, momento en el que deben buscar ayuda.
Mientras lo oía, pensaba en todos los políticos o dirigentes que aún creen que hay abusos en la asistencia social, o sea, que hay quien compra teles de plasma o come gratis por no pagar un menú. No digo que no haya pícaros, como siempre, pero me cuesta aceptar que alguien pase por el trance de acudir a un lugar de caridad sin necesitarlo.
Lo digo porque conozco a quien es capaz de fumar colillas del suelo y sin embargo se sigue sintiendo incómodo cuando va a desayunar a la Casa de la Caridad.
Cuando escucho las declaraciones de algunos dirigentes públicos, como la de quien cree que los jóvenes se van fuera de España por “afán aventurero” me pregunto en qué burbuja vive. ¿No tiene hijos, sobrinos, amigos o conocidos que le hayan pedido alguna vez un cartón de leche?
Si la respuesta es negativa, diría que lo celebro por no verse en ese trance, pero creo que suscribiré lo contrario. Lo lamento. Quizás es porque ninguna persona cercana lo pasa mal o, más bien, porque no confían en que les dará su ayuda. A mí sí me piden que les pague un café con leche o les consiga unas zapatillas de segunda mano. A ver si los pícaros van a ser ellos que han conseguido vivir a nuestra costa.