Ayer me dieron el Nobel. No a mí, sino a usted también. Y no solo a nosotros sino a nuestros padres y abuelos. Ya sé que pensará que no es un premio a los europeos actuales sino a otras generaciones que superaron las guerras civiles. Sí, lo de Europa fueron guerras civiles.
En el fondo, todas las guerras lo son porque masacran a ciudadanos ajenos a las posiciones estratégicas que subyacen a todo enfrentamiento y porque todos los seres humanos somos hermanos o deberíamos comportarnos como tales.
Así pues el premio es para un continente que dejó de hablarse desde la trinchera aunque no haya sabido acabar con ellas en su propio territorio.
Todos los que ayer participaron en el acto de Oslo hablaron de paz, de guerras recientes y de superación. Se referían a más de medio siglo de un nuevo modo de hacer las cosas. Sin embargo, yo siento el premio en presente y futuro y no solo en pasado.
Quizás hoy el premio sea para los padres de Europa, pero en poco tiempo los europeos mereceremos un reconocimiento por la paz. Si estamos viviendo una guerra de fuerzas financieras contra la democracia, ¿por qué no reconocer a quienes la sufren y sin embargo no se levantan en armas?
Ayer lo decía Van Rompuy al mencionar a los parados, a los estudiantes sin esperanza de futuro y “a los padres que no llegan a fin de mes”. Tenía toda la razón. A ellos no les consuela el reconocimiento de una postguerra pasada sino la que están viviendo en sus carnes y sufriendo en la de sus hijos y nietos. Y lo hacen, lo hacemos, sin tomar el palacio de invierno, sin llevar a los poderosos a la guillotina y sin elegir a un populista xenófobo de emperador europeo. Aún.
Lo pasamos, como las generaciones antiguas, maldiciendo a las asquerosas guerras que acaban con vidas, cosechas y futuro. El reto ahora para la Unión es que nunca lleguen a producirse las otras reacciones. Que merezcamos otro Nobel cuando todo esto acabe.