“Totus tuits”. Se lo leí a un compañero periodista y me gustó, aunque no responda a la realidad del Twitter papal. Un papa puede declararse en manos de la Virgen, como hizo Juan Pablo II con su “Totus tuus”, pero nunca de un artefacto tecnológico. Y hace bien. Una cosa es adaptarse a los nuevos entornos o a los nuevos aerópagos, que dirían los expertos, y otra, confundir fines y medios.
Reconozco que nada más crear la cuenta de Benedicto XVI me hice seguidora; si leo sus libros, sus encíclicas y sus mensajes, ¿cómo no iba a hacer lo propio con sus tuits? Sin embargo, mi confianza en su Twitter es muy limitado.
No es por falta de afición a las redes sociales. Todo lo contrario. Hace años que estoy en ellas, las manejo a diario y me permiten, entre otras cosas, estar en contacto con muchos de ustedes, los lectores.
También, gracias a ellas, sigo a otros periodistas, escritores o intelectuales que me aportan reflexiones o recomendaciones de lectura interesantes. Ahora bien, si me gusta seguir a Pérez Reverte o a Andrés Aberasturi es porque sé que son ellos quienes escriben, no un community manager.
Lo valioso de Twitter es conocer de primera mano todo aquello que un personaje pueda contar, compartir o mostrar de sí mismo. Por eso no me atrae demasiado el Twitter del Papa.
No es que él no suscriba lo que se publique en su nombre; por supuesto que sí. Ocurre, sin embargo, que los modos de actuar de quienes gestionan su cuenta pierden la frescura de las redes. En ellas prevalece la inmediatez y la proximidad. En una cuenta llevada por terceros, que programan con antelación la publicación del tuit para que pueda difundirse en ocho idiomas al mismo tiempo, no existen ninguna de las dos.
Ya sé que no es razonable que el papa tuitee mientras recibe en audiencia a un jefe de Estado pero si los responsables se limitan a anquilosar su cuenta, quizás sea mejor que no tenga una personal.