No sé cómo conseguirán los padres de Connecticut, a partir de ahora, que los niños se duerman escuchando cuentos. En ellos, los monstruos asustan pero terminan muriendo a manos del príncipe o del héroe de la historia. Son feos y con malas intenciones pero no hacen nada salvo creerse muy malos. Dan miedo, consiguen que gritemos pero no pueden hacernos nada. Incluso los hay buenos que andan tristes porque nadie sabe de verdad cómo son.
Sin embargo, hace poco más de 24 horas esos niños se encontraron con un monstruo de verdad. Y les falló el final del cuento: ése en el que el miedo se va porque el bueno mata al malo y nadie, salvo él, resulta herido.
Es lo que tienen los cuentos, que no dicen la verdad sino una versión edulcorada con la que protegemos a los niños de la realidad. Y está justificado. Sin duda. Al menos así lo creen los expertos para no provocarles inseguridad ni miedo injustificado.
Por eso me pregunto cómo harán los psicólogos para conseguir que esos niños aterrados por lo que oyeron, lo que vieron y lo que sintieron, vuelvan a creer en los finales felices, en la bondad de las personas y en que el mundo es un lugar donde se puede vivir en paz.
El peor efecto que tendría la matanza del otro día no es solo la muerte injusta y terrible de esos niños y profesores sino el fomento de toda otra generación educada en el uso de las armas como instrumento de paz.
Porque ésa es otra consecuencia de estas tragedias. Desde Europa nos cuesta verlo porque no hemos sido formados en la segunda enmienda, pero en Estados Unidos un hecho como éste alimenta el deseo de poseer un arma, o dos o tres. En lugar de desincentivar, consigue lo contrario, que la sensación de riesgo invite a autoprotegerse. Ése es el verdadero poder del monstruo: convencer a los norteamericanos de que las armas serán su salvación cuando está demostrado que son su condena. Las armas no dan vida. La quitan.