Reconozco que en Nochevieja no estuve muy atenta a la televisión pero, de vez en cuando, hacía como que me interesaba para que todas las miradas se dirigieran hacia allí y poder atrapar algo de chocolate sin parecer adicta.
En uno de esos momentos vi a Macario, el muñeco de José Luis Moreno, un anuncio de las muñecas de Famosa y los mismos chistes machistas, con los de LQSA, que se contaban hace 30 años. De pronto entendí que la crisis no solo nos había transportado a niveles de renta de los 90; a niveles educativos de los 80 y a niveles de intolerancia de los 70, sino que nos ofrecía una televisión de los 60.
Por eso me produce cierta desazón que el modelo “José Luis Moreno” llene pantallas y salas de teatro bajo el pretexto de que su propuesta es más barata. Entiendo que la adjudicación de una obra pública o de un sistema informático debe guiarse por ese factor pero la programación teatral es mucho más que un producto rentable.
No quisiera ver el teatro valenciano reducido a las “matrimoniadas”, los guiones soeces de LQSA o las conversaciones manidas de bareto rancio que el Moreno tenía con sus muñecos. Quizás soy demasiado purista, un pelín snob y llena de prejuicios respecto a los espectáculos del ventrílocuo productor, pero nunca tuve simpatía por sus personajes, acostumbrada al desparpajo de Doña Rogelia.
Entiendo que un teatro no puede sostenerse solo con Ionesco. Ojalá las nuevas generaciones supieran que “la cantante calva” no es el nuevo look de Lady Gaga ni el capricho de un antigualla como Sidney O’Connor. Eso solo se consigue con la labor de los maestros, la sensibilidad de los padres y una oferta teatral que acostumbre a los niños a encontrar espectáculos asombrosos e irrepetibles en los escenarios. Justo lo que ha estado haciendo Valencia en estos años. Una apuesta quizás menos rentable en términos económicos pero mucho más como inversión cultural de futuro.