Es la primera vez que las imágenes de las rebajas no nos ofrecen a multitudes ansiosas por entrar, con carreras trepidantes y ataques masivos sobre los mostradores.
Había una fila de incondicionales que, como siempre, se precipitaron. Algunos de ellos, literalmente, al suelo. Sin embargo, a partir de la segunda fila no se veía tanto entusiasmo. Interés, sí, pero devoción, no. Entraban. Con ritmo, pero sin atropellos. Sin pausa pero sin prisa.
Quizás es porque la situación nos ha dejado tan resentidos que hasta las rebajas las cogemos con cierto cansancio. Yo diría que es falta de fe.
Ya no creemos en el chollo que nos alegrará el día. Ahora, sencillamente, lo necesitamos. Nos urge. Y eso proporciona un estado de ánimo ligeramente distinto.
Una cosa es ir con alegría y emoción y otra, con desespero. Antes ibas dispuesta a traerte prendas que nunca hubieras pensado; decidida a hacer sitio en el armario a esa falda o esos botines que no te hacen ni puñetera falta pero que ¡son tan monos!
Ahora todo es diferente. Ahora, te hacen puñetera falta. ¡Bien lo sabe Dios que llevas todo el otoño jugando a combinar todo lo que tienes como si jugaras cada día a un tetris contra tu propio armario. ¡Hay que ver la de posibilidades que tenía esa blusita que hace un año solo te ponías con la falda azul! Pues sí. Has descubierto que si le das la vuelta, como las piezas del tetris, cabe de otro modo y si lo pones boca abajo ¡se abre todo un mundo de opciones desconocidas!
En ese contexto, conseguir renovar no el armario pero sí una balda es un deber imperioso con el que podemos cumplir en estos días. Por eso no hay alegría, porque no es un extra sino un producto de primera necesidad. ¿Quién queda con las amigas para ir al súper y sale feliz por llevarse un bote de lentejas cocidas a buen precio?
En eso parecen haberse convertido las rebajas: en un economato discreto para bolsillos apolillados.