Ni por poderes. Chávez no necesita jurar su cargo ni por videoconferencia, ni por holograma ni por poderes. Él es presidente en la salud y en la enfermedad; en la riqueza y en la pobreza; en esta vida y en la otra. Está casado con Venezuela que le llorará como a un amante cuando se vaya.
Es lo que tiene ser el “aló, presidente”, que siempre está ahí, al otro lado del teléfono. Para dar estopa a los Estados Unidos, a Europa, a España por más señas o a todo el que quisiera ponerle en solfa.
Por eso resulta tan llamativa la ausencia de cualquier “prueba de vida” sobre el mandatario venezolano, como se da de los secuestrados. Es como una fe de vida pero mediática, por ejemplo, su foto con el periódico del día.
Él, que ha sido televisivo hasta la náusea, que ha aparecido en la pantalla cuando no en la radio y cuando no en los sueños de sus enemigos, ahora no puede ni tan siquiera hacer un gesto para la cámara o tener una palabra de aliento para los suyos.
Sé que lo desearía. Si aún está con nosotros. Como también –y mucho más- sus secuaces a quienes una recuperación más lenta de lo previsto (en versión oficial) o un empeoramiento más rápido del calculado (en oficiosa) les ha llevado a una incómoda situación de no retorno.
Todavía no han conseguido pactar, negociar, repartir y preparar la sucesión como para perder al protagonista, de modo que se han visto obligados a buscar medios para sostenerlo. La última estratagema es magnífica: no necesita jurar porque ya lo hizo antes. De ese modo puede pasar una legislatura entera en el lecho del dolor o criando malvas sin que nadie pueda reclamar su presencia.
De momento han salvado el escollo urgente, la toma de posesión, pero su ausencia no puede prolongarse sine die, ni su gobierno, mantenerse tras su muerte. O sea, ni pueden darlo por vivo ni por muerto sin salir perjudicados. Quién sabe. Quizás “lo morirán” cuando lo tengan todo resuelto.