Hay heridas que tardan en curarse y cicatrices que nos recuerdan el dolor sufrido. Las hay entre las personas pero también en la propia sociedad.
A veces, en estas últimas, nos cuesta ser conscientes del daño hasta que aparecen sus consecuencias.
La peor herida que tiene hoy la sociedad española es la que causa el paro, los ERE, los despidos, la falta de contratación y las no renovaciones de contratos ya firmados. Nos parece que lo más grave es no tener un sueldo y, en efecto, es gravísimo. Sin embargo la herida de la que hablo va más allá del salario. Y no afecta solo a los “sin empleo” sino también a quienes mantienen el suyo.
Me refiero a la fractura entre quienes conservan el trabajo y quienes se ven obligados a dejarlo en una misma empresa; entre quienes son despedidos con veintiocho o con cincuenta y seis años; entre aquellos a quienes se les niega sueldo por su inexperiencia pero se les da un trabajo precario y aquellos a quienes se les niega trabajo siquiera precario porque su experiencia obliga a un buen sueldo.
Todos los despidos y los ERE generan estrés postraumático. Quien lo sufre en primera persona puede tardar años en reponerse o quedar tocado para siempre. No es solo perder la fuente de ingresos, es verse despojado de su mundo, de su razón de ser, de su autoestima y de su confianza en los que hasta ayer eran compañeros y, por ende, en la sociedad. Genera conflictos familiares, desestructuración social y competitividad laboral. En una palabra, es un trauma.
Lo es también para quien ve salir a sus compañeros, con dolor, con la angustia de ser el próximo o con la desazón de haber sobrevivido a la catástrofe. Como les ocurre a quienes viven una tragedia y pueden contarlo, salvo que se tenga la piel de un hijo de puta.
Llegará el día en que los psicólogos adviertan del estrés social originado en este contexto. Lo difícil será sentar en el diván a toda una sociedad.