Antiguamente las muestras de arrepentimiento tenían menos glamour pero mucho más impacto. Si Lance Armstrong hubiera vivido en la Antigüedad le hubieran obligado a vestir tela de saco y llenarse la cabeza de cenizas para demostrar que estaba arrepentido. Hoy, sin embargo, el ex ciclista ha cambiado el miércoles de ceniza por un viernes de Oprah.
En el fondo, ambos son momentos de contrición aunque estén tan alejados en las formas y en las consecuencias.
Que un rey se mostrara en público con los signos de la podredumbre por su pecado debía de ser, en aquellos tiempos, una imagen difícil de olvidar. Es verdad que solo unos pocos podrían verlo de cerca, justo lo contrario a lo que sucede ahora con las imágenes de la televisión global. Sin embargo, la noticia correría de boca en boca y el relato se vería aumentado en cada susurro de modo que al final el hecho sería tremendo y las muestras de dolor, inauditas.
La épica del momento está en las antípodas de lo que sucede ahora. Ahora el proceso es al revés. La televisión ha hecho que el incienso deba ser introducido en la misma aparición pública para ser reducido por los ciudadanos en sus comentarios. Si en el pasado la grandeza se adhería a un relato plano de los hechos hasta convertir al protagonista en un gran adalid, ahora la grandeza del momento –unas lágrimas- se ve adelgazada en cada comentario que se hace sobre la entrevista.
Por eso quizás vemos a un Armstrong sobreactuado. Es el precio a pagar para que al final quede algo del arrepentimiento que se ha querido mostrar.
En las consecuencias también hay diferencias. En una sociedad profundamente religiosa, el mal acarreaba el infierno y la condenación eterna. En nuestro mundo profundamente descreído de los dioses clásicos pero rendido a los del deporte, no hay que temer penas a tan largo plazo pero sí la defenestración pública, más peligrosa que las calderas de Pepe Botero.